"Muchas personas se dicen de pronto pensando en los esquimales: “Pobrecillos… ¿no sería una buena idea llevárselos de su espantosa tierra a un lugar más agradable?”… “No lo quiera Dios…” es mi respuesta inmediata."
Robert Peary, explorador del Ártico, 1898.
“Sois una raza de científicos criminales. Sé que nunca conseguiré que el museo entregue los restos mortales de mi padre. Me alegra bastante largarme antes de que me saquen los sesos y me los metan en un tarro”
Minik, inuit, 1909.
La historia de Minik es sórdida y desgarradora. Y hay centenares de Miniks en el mundo. El colonialismo nunca es inocente.
Franz Boas, antropólogo, escribió a Robert Peary, investigador del Ártico en 1897:
“Permítale sugerirle que si está seguro de regresar a Groenlandia septentrional el próximo verano sería de extraordinario valor que trajera un esquimal de mediana edad que pueda pasar aquí el invierno. Esto nos permitirá obtener sin prisa cierta información de la máxima importancia científica”
Tras un viaje especialmente infructuoso, Peary decidió disimular el fracaso con una contribución a la ciencia, necesitaba volver con algún trofeo del Ártico. En el norte de Groenlandia había una tribu que usaba objetos de hierro que sacaban de tres meteoritos caídos en su territorio. Naturalmente, los veneraban como algo sagrado. Les llamaban el Perro, la Mujer y la Tienda.
Según cuenta una leyenda, un grupo de Inughuit habían separado la cabeza de la mujer para llevársela a su campamento de invierno. Después de atarla al trineo, iniciaron el regreso. Era finales de primavera y el hielo empezaba a romperse. A consecuencia del peso que soportaba el trineo, la banquisa de hielo cedió. Fue el castigo de la mujer de hierro a aquellos cazadores. Desde aquel momento, se impuso una maldición entre los Inughuit porque nadie debía coger más hierro que el que necesitaban.
Pese a la resistencia de los inuits, Peary se llevó los tres pedruscos, que vendería a la Smithsonian Institution de Washington por 40.000 dólares. También le vendió al Museo de Historia Natural de Nueva York varios esqueletos de inuits, que había sacado de sus tumbas, e incluso seis “ejemplares” vivos, seis inuits. Eran cuatro adultos y dos niños.
Según cuenta una leyenda, un grupo de Inughuit habían separado la cabeza de la mujer para llevársela a su campamento de invierno. Después de atarla al trineo, iniciaron el regreso. Era finales de primavera y el hielo empezaba a romperse. A consecuencia del peso que soportaba el trineo, la banquisa de hielo cedió. Fue el castigo de la mujer de hierro a aquellos cazadores. Desde aquel momento, se impuso una maldición entre los Inughuit porque nadie debía coger más hierro que el que necesitaban.
Pese a la resistencia de los inuits, Peary se llevó los tres pedruscos, que vendería a la Smithsonian Institution de Washington por 40.000 dólares. También le vendió al Museo de Historia Natural de Nueva York varios esqueletos de inuits, que había sacado de sus tumbas, e incluso seis “ejemplares” vivos, seis inuits. Eran cuatro adultos y dos niños.
“Ay, recuerdo perfectamente el día que vimos por primera vez las casas grandes y a tanta gente y oímos las bocinas de los coches. Era como creíamos que tenía que ser el paraíso” recuerda más tarde Minik, el más pequeño de los inuit que llegaron a bordo de ese barco.
Pero ni Peary ni Boas habían dispuesto nada para acomodarlos. Los instalaron en el sótano del museo de Historia Natural de Nueva York, pero ni siquiera ahí estaban a salvo de las miradas curiosas. Muchos se disgustaron al saber que no estaban de exposición.y tuvieron que conformarse con mirarles por una rejilla. Los Inuit no sabían que era más agobiante, si el calor o los curiosos, pero procuraron soportar lo primero y ser amables con los segundos. Especialmente amables con las americanas. Insistieron en su derecho a proponer un intercambio de esposas. La primera vez que vieron a una mujer blanca presentada por un hombre blanco, preguntaron “¿Cuál de los dos es la mujer?
Pero no tardaron en enfermar, primero con un catarro y después con neumonía. Los periodistas no comprendieron la gravedad del asunto y escribieron: “Una de las formas más graciosas del espectáculo consistía en demostrar como intentan hacer desaparecer la enfermedad, frotándose los costados y entonando una canción de cuna” Sin embargo, no se trataba de una exhibición. Antes de un año habían muerto de neumonía o tuberculosis todos menos un chico llamado Uisaakassak (que volvió a Groenlandia) y un niño, Minik, quien vió como moría su padre.
“Él era lo que más amaba en el mundo, sobre todo cuando nos llevaron a Nueva York, extraños en un país extraño.
Ya podéis imaginar cómo nos unió eso; cómo nuestra enfermedad y nuestro sufrimiento y el no entender todas las cosas extrañas que nos rodeaban nos hacía quedarnos sentados esperando temblorosos nuestro turno, cada vez más tristes y más solos, lejos de casa, sin esperanza. El horror de saber que la muerte nos acecha muy de cerca y que uno se iría primero y dejaría al otro completamente solo, espantosamente solo, sin nadie. Y además mi padre sufría espantosamente por la enfermedad. Tenía el cuello hinchado por la tuberculosis y le dolía tanto el pecho que no podía descansar. Casi se ahogaba por la noche, lloraba por su hogar, por su familia, por sus amigos y por mi. Yo me tapé la cabeza con la almohada y lloré desconsolado. Intentaron sacarme de la habitación y mi padre lo vió y comprendió lo que pasaba. Me llamó y corrí a sus brazos. “El espíritu de padre siempre estará con Minik”, me dijo con gran dificultad. Sé que mi padre se estaba muriendo entonces, pero creo que la congoja le partía el corazón y que eso acabó con él. Yo también me sentí destrozado. ¿Aquel día triste, largo y solitario!”
Cuando falleció el padre de Minik, los directivos del Museo metieron un tronco en el ataúd y, después de hacer una falsa ceremonia para Minik, entregaron el cuerpo a los antropólogos, que tras estudiarlo lo descarnaron, y terminaron por exhibir el esqueleto del inuit en una sala. Franz Boas, antropólogo, no sólo confirmó la historia, sino que la defendió, alegando que era muy razonable evitarles cualquier disgusto o preocupación a los demás inuit, y que el museo tenía tanto derecho al mismo como cualquiera otra institución autorizada.
En cuanto a los demás, cuando murieron, describieron minuciosamente sus cerebros en informes y examinaron sus restos óseos.
Un conserje llamado Wallace se apiadó del pobre Minik y lo adoptó. Durante algún tiempo el niño inuit encontró el calor de un hogar, pero Wallace cometió un desfalco en el Museo y fue encarcelado, con lo que Minik quedó desamparado. Fue entonces cuando Minik se enteró de lo que habían hecho con su padre, y el muchacho comenzó una lucha por recuperar sus restos.
“Un día me encontré de pronto cara a cara con él. Sentí que me moría allí mismo. Me arrojé al pie de la vitrina, llorando. Juré que no descansaría hasta que diera sepultura a mi padre.”
En aquellos tiempos un indígena no tenía nada que hacer frente a una poderosa institución cultural, y el esqueleto del padre siguió en el museo. Desesperado y sin recursos, Minik recurrió a Peary para que le llevase a su tierra de vuelta, como había prometido, pero el explorador, que estaba a punto de emprender un nuevo viaje, le contestó que no tenía sitio en el barco. “Encontró usted espacio suficiente para traerme aquí. ¿Por qué no puede llevarme ahora?” Le espetó Minik.
Un periódico comentaba “La apurada situación de este pobre esquimal es de lo más patético. Lo trajeron aquí desde Groenlandia en beneficio de la ciencia. Y una vez cumplido su cometido, los científicos americanos lo abandonaron. Es probable que no exista un caso igual en todo el mundo. Sería difícil imaginar una situación de exilio más desesperada” “Ni carne ni pescado, ni un sencillo esquimal, ni un complejo yanqui, y estaba más solo que nunca”
En 1909, después del fracaso desesperado de intentar ir por su cuenta a su casa desde Terranova, terminaron por llevarle a Groenlandia por el simple hecho de quitarse un problema de encima, el de su lucha por conseguir los huesos de su padre.
“Sois una raza de científicos criminales. Sé que nunca conseguiré que el museo entregue los restos mortales de mi padre. Me alegra bastante largarme antes de que me saquen los sesos y me los metan en un tarro”
Por increíble que parezca, alguien había sugerido que debía donar el cerebro a la ciencia con fines antropológicos.
“Éstos son los hombres civilizados que roban y asesinan y torturan y rezan y lo hacen todo en nombre de la “Ciencia”. Mi pobre gente no sabe que el meteorito que llevó Peary cayó de una estrella. Pero todos saben que hay que alimentar al hambriento y calentar al que tiene frío y cuidar a los desvalidos; y lo hacen. ¿No sería triste que olvidaran todo eso y se civilizaran y que cambiaran la bondad por la ciencia?”
En 1917, Minik volvió a Estados Unidos:
“La vida dura y monótonas de la gente y las condiciones en que viven resultan monótonas para quien conoce el elevado estado de civilización de aquí. Habría sido mejor que no me hubieran educado. Eso me deja en un punto intermedio, donde parece que no puedo llegar a ninguna parte. Volver allí después de haber vivido en un país civilizado es como pudrirse en una cueva.”
Minik trabajó en una empresa maderera en una zona montañosa hasta que murió de bronconeumonía en 1918, cuando la gripe española asoló el mundo.
Pero antes que Minik, también una niña inuit había estado en los Estados Unidos, aunque ella había regresado al de poco tiempo. Al contrario que Uisaakassak (a quien los inuit no le creyeron sus historias del país civilizado y le marginaron tomándole por un farsante) y Minik, ella siempre se había negado a hablar del viaje a su vuelta. Decía que no sabía o no se acordaba. Un día que paseaba con una amiga inuit que iba a la región más meridional de Groenlandia, ésta le dijo de pronto:
“Cuando vayas al país de los blancos procura no absorber demasiado de su espíritu. Si lo haces, te hará derramar muchas lágrimas, pues nunca puedes librarte de ello”
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