Wednesday, February 22, 2012

La belleza desapercibida.


Un hombre se sentó en una estación de metro en Washington DC y comenzó a tocar el violín, era una fría mañana de enero. Interpretó seis piezas de Bach durante unos 45 minutos. Durante ese tiempo, ya que era hora pico, se calcula que 1.100 personas pasaron por la estación, la mayoría de ellos en su camino al trabajo.

Tres minutos pasaron, y un hombre de mediana edad se dio cuenta de que había un músico tocando. Disminuyó el paso y se detuvo por unos segundos, y luego se apresuró a cumplir con su horario.

Un minuto más tarde, el violinista recibió su primer dólar de propina: una mujer arrojó el dinero en la caja y sin parar, y siguió caminando.

Unos minutos más tarde, alguien se apoyó contra la pared a escucharlo, pero el hombre miró su reloj y comenzó a caminar de nuevo. Es evidente que se le hizo tarde para el trabajo.

El que puso mayor atención fue un niño de 3 años. Su madre le apresuró, pero el chico se detuvo a mirar al violinista. Por último, la madre le empuja duro, y el niño siguió caminando, volviendo la cabeza todo el tiempo. Esta acción fue repetida por varios otros niños. Todos sus padres, sin excepción, los forzaron a seguir adelante.

En los 45 minutos que el músico tocó, de las 1.070 personas que pasaron, sólo 6 personas se detuvieron y permanecieron por un tiempo. Alrededor del 27 le dieron dinero, la mayoría sin pararse. 

Se recaudó $ 32. Cuando terminó de tocar y el silencio se hizo cargo, nadie se dio cuenta. Nadie aplaudió, ni hubo ningún reconocimiento.

Nadie lo sabía, pero el violinista era Joshua Bell, uno de los músicos más virtuosos del mundo. Él había interpretado sólo una de las piezas más complejas jamás escritas, en un violín por valor de 3,5 millones de dólares. Todo era un experimento del periódico de la capital estadounidense The Washington Post.

"Era una sensación extraña, la gente me estaba... ignorando", declara Bell al Post. El virtuosos asegura que habitualmente le molesta que la gente tosa en sus recitales, o que suene un teléfono móvil; sin embargo, en la estación de metro se sentía "extrañamente agradecido" cuando alguien le tiraba a la funda del violín unos centavos.

Sólo una persona se detuvo seis minutos a escucharle, aunque no lo reconociese. El treintañero John David Mortensen, funcionario del Departamento de Energía de EEUU, quien declara al periódico que la única música clásica que conoce son los clásicos del rock. "Fuera lo que fuera" lo que estaba tocando el virtuoso, declara Mortensen, "me hacía sentir en paz". Y sólo una mujer reconoció al intérprete y le dijo que ya le había escuchado en la Biblioteca del Congreso, y que recordaba aquel concierto como maravilloso.

Dos días antes de su forma de tocar en el metro, Joshua Bell agotó en un teatro en Boston, donde los asientos tuvieron un promedio de $ 100.


Si no tenemos un momento para detenerse y escuchar a uno de los mejores músicos del mundo tocando la mejor música jamás escrita, ¿cuántas otras cosas nos estamos perdiendo?

“El metro ya me había enseñado que siempre se puede cambiar de línea y de andén y que, 
si uno no puede escapar a la red, 
ésta permite sin embargo algunos bellos rodeos...”

Marc Augé, antropólogo, del libro "el viajero subterraneo, un etnólogo en el metro".

El canto del grillo 

Un indio que vivía en una reserva fue a una ciudad cercana a visitar a un hombre blanco al que le unía una vieja amistad. Una ciudad grande, llena de coches, de ruidos, de multitud de personas apresuradas, era algo nuevo y desconcertante para el indio.

Iban los dos paseando por la calle cuando, de repente, el piel roja tiró a su amigo de la manga y le dijo:

—¡Párate un momento! ¿Oyes? ¡Escucho el canto de un grillo!

—¿Qué oyes un grillo? —el hombre blanco aguzó el oído. Después, sacudió la cabeza—. Yo lo único que oigo es el ruido del tráfico. Me parece que estás en un error, amigo, aquí no hay grillos... y, en el caso de que los hubiese, sería imposible escucharlos en medio de este estruendo.

Pero el indio avanzó unos pasos, quedándose parado ante la pared de una casa donde había una vid silvestre... ¡Allí estaba el grillo! Su amigo afirmó con la cabeza, a la vez que decía:

—Está claro que sólo tú podías oír al grillo. Tú eres indio, y los indios tenéis el oído más desarrollado que los blancos.

—No estoy de acuerdo con eso —respondió el indio—. Atiende, que te voy a demostrar algo.

Metió la mano en el bolsillo, sacó una moneda, y la dejó caer sobre la acera. Al oír su tintineo cuando chocó con el asfalto, todas las personas en varios metros a la redonda se volvieron, mirando a todos lados. El indio recogió la moneda, a la vez que decía:

—Nuestro oído no es mejor que el vuestro. Simplemente, cada uno oye bien sólo aquello a lo que le da importancia.


Fuentes:
“Los cuentos del peregrino” Laureano J. Benitez, Grande-Caballero.

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