Monday, November 26, 2012

El destino del hombre: guerra y paz.

Marvin Harris ("Nuestra especie").


"Permítaseme señalar en un tono pesimista que nuestra especie no tiene la capacidad para ejercer un control consciente e inteligente sobre el destino del hombre. Es este un hecho paradójico, teniendo en cuenta que somos los únicos organismos con cerebros dotados de una «mente» que tiene conciencia de procesar información, tomar decisiones, planificar el comportamiento y del esfuerzo intencionado por alcanzar metas futuras. Pero mirando hacia atrás, se aprecia que todos los pasos importantes en la evolución cultural tuvieron lugar sin que nadie comprendiera conscientemente lo que estaba pasando.

Los hombres que participaron en las transformaciones que llevaron desde los recolectores hasta los faraones tomaron decisiones conscientes y eran tan inteligentes, despiertos y reflexivos como nuestras generaciones modernas. Decidieron prolongar o aplazar tal o cual actividad por un día o una temporada, cazar o no cazar determinada especie, levantar el campamento o permanecer en el mismo lugar (...) Nadie decidió jamás convertir la residencia patrilocal en matrilocal, o las formas de redistribución igualitaria en formas de redistribución estratificada, o la guerra interna en guerra externa.

Cada una de las grandes transformaciones que tuvieron lugar en la historia y prehistoria fue consecuencia de decisiones conscientes, pero las decisiones conscientes no tuvieron por objeto grandes transformaciones. La destrucción completa de recursos naturales, que ha desempeñado un papel primordial en la historia de la evolución cultural, corrobora esta forma inconsciente de conciencia. Los recolectores del período glaciar no perseguían de forma intencionada la extinción de los mamuts, bisontes gigantes, caballos y otras especies de caza mayor.
 
El siglo XX parece una verdadera cornucopia de cambios inintencionados, indeseables e inesperados. El automóvil, meramente pensado como máquina para ayudar a la gente a ir de un sitio a otro más deprisa que a caballo o en calesa, modificó por completo las pautas de asentamiento y las prácticas comerciales de las sociedades industriales. 

Nadie persiguió o previó la transformación de tierras agrícolas en zonas residenciales, las desoladas fajas de tierra que bordean tantas carreteras y la consagración de los centros comerciales como nuevos centros de vida social.

Nadie previó tampoco el aspecto del rostro humano durante un bloqueo total del tráfico, la ansiedad e hipertensión que provocan las caravanas de coches de causa desconocida, o los hierros retorcidos y la sangre en la carretera dos horas más tarde.

Y seguro que nadie quiso que los automovilistas tardaran más hoy día en llegar al trabajo o desplazarse de un extremo a otro de la ciudad que los conductores de coches de caballos. 

¿Sabían nuestros padres de la acumulación industrial de residuos tóxicos en todos los elementos sólidos, líquidos y gaseosos que mantienen en vida a la naturaleza? 

Mientras limpiaban y cuidaban sus coches como si de animales de compañía se tratara, ¿se pararon acaso alguna vez a pensar qué pasa con los vapores excrementicios que emiten los motores? 

Esperaban que la química les deparara una vida mejor, y la tuvieron en forma de nuevas fibras, materias plásticas y aleaciones. No esperaban una vida peor por culpa de la química en forma de vertederos domésticos e industriales cancerígenos, y ríos, lagos y mares rebosantes de PVC y peces contaminados.

Querían electricidad, pero no querían que la combustión de carburantes fósiles se convirtiera en lluvia ácida, que mata los árboles y envenena los lagos de las montañas. 

Tampoco querían que los gases de los frigoríficos destruyeran la capa de ozono que nos escuda contra el cáncer de piel, ni que otras emisiones industriales amenazaran con fundir los casquetes polares e inundar ciudades bajo 30 metros de agua.

Los acontecimientos políticos y económicos del siglo XX revelan la misma pauta de consecuencias inintencionadas, imprevistas e indeseables: una guerra para terminar con todas las guerras seguida de otra para garantizar la democracia en el mundo, seguida de un mundo lleno de dictaduras militares. La gran revolución que debía dar a la clase trabajadora una utopía comunista les dio una policía secreta, viviendas atestadas y largas colas delante de los comercios. Para no ser menos, un cuarto de siglo después de que el gobierno estadounidense declarara la guerra a la pobreza, más norteamericanos que nunca se hallan hoy sin hogar y mendigan por las calles.

Nadie quiere la pobreza, y menos los mendigos, pero la pobreza subsiste. 

Nadie quiere recesiones, la caída del mercado de valores o el abandono de las explotaciones agrícolas familiares, pero estas cosas suceden de todos modos.

Gran número de mujeres casadas empezaron a entrar en el mercado del trabajo en los años sesenta con la intención de completar los ingresos de sus maridos. Treinta años más tarde, un segundo sueldo se hizo indispensable para sufragar una vivienda como Dios manda, y convirtió tener hijos como Dios quiere en un lujo inasequible.

¿Cómo se decidieron estas cosas? 

Sí, hay también cosas buenas como son la erradicación y curación de la viruela y otras enfermedades epidémicas, el aumento de la esperanza de vida, niveles de consumo más elevados en algunas partes de Asia, y la eliminación de barreras comerciales y de rivalidades militares centenarias en Europa occidental. En otros ámbitos, empero, los esfuerzos por conseguir cambios fundamentales siguen siendo de una ineficacia espectacular. En cifras absolutas, hay en el mundo más hombres pobres y crónicamente subalimentados al final que al principio del siglo XX, y no hay un país en que los ricos no sean cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.

Cifras nunca antes alcanzadas de préstamos irrecuperables amenazan la solvencia del sistema bancario internacional con consecuencias que nadie se atreve a predecir. 

El negocio de la droga ha arruinado más vidas, matado a más gente y causado más robos al final del siglo XX que en cualquier otro momento de la historia o prehistoria. 

Los pelotones de ejecución, las policías secretas y la tortura de prisioneros están hoy más que nunca a la orden del día, y los grupos étnicos, religiosos y raciales se matan entre sí a una escala nunca vista: protestantes contra católicos en Irlanda del Norte, judíos contra palestinos en Israel, cristianos contra musulmanes en Beirut, chiítas contra sunitas en Arabia Saudí, hindúes contra musulmanes en la India, sijs contra hindúes en el Punjab, tamiles contra ceilandeses en Sri Lanka, hutus contra watusis en Burundi, negros contra «afrikaners» en Sudáfrica, blancos contra negros en Norteamérica, armenios contra azerbaiyanos en la Unión Soviética, irakíes contra kurdos en Irak, vascos contra españoles en España.

¿Imaginaron alguna vez los hermanos Wright que el milagro de volar no iba a poder suceder sin que los pasajeros pasaran primero por rayos X, detectores de metales y cacheos? 

¿O que personas inocentes fueran a morir simplemente por estar sentados en la terraza de un café, bailando en una sala de fiestas, haciendo cola en un mostrador de aeropuerto o descansando en un crucero?

Abundan los ataques de guerrilleros y las guerras en toda regla: Irak e Irán, Líbano e Israel, «contras» y sandinistas, Argentina y Gran Bretaña, Estados Unidos y Granada, Etiopía y Eritrea, Vietnam y Camboya, Unión Soviética y Afganistán -sin mencionar los movimientos guerrilleros en Angola, Mozambique, Namibia, Ecuador y Filipinas. En cuanto termina uno de estos conflictos comienza otro: no hay razón alguna para esperar que vayan a disminuir estas matanzas. Prácticamente todas las potencias industriales, tanto en Oriente como en Occidente, fabrican y venden lo último en armamento, salvo bombas atómicas, a docenas de países que se temen o se odian.

A la luz de todas estas calamidades no intencionadas, me pregunto si efectivamente estamos algo más cerca del control consciente de la evolución cultural que nuestros antepasados de los albores de la Edad de Piedra. 
Como ellos, no paramos de tomar decisiones;
pero, ¿acaso somos conscientes de que estamos determinando las grandes transformaciones necesarias para la supervivencia de nuestra especie?

¿Acabará en guerra nuclear el experimento de la naturaleza y la cultura? Nadie conoce la respuesta, pero hay muchas razones para ser pesimista. Los arsenales nucleares albergan armas suficientes para matar de forma definitiva a toda la especie humana y gran parte del mundo animal y vegetal que conocemos. ¿Qué clase de principios prácticos, morales o éticos legitima a un pequeño número de expertos para jugarse el futuro de nuestra especie apostando a que las armas nucleares nunca se llegarán a utilizar? Es una apuesta que se ha hecho sin contar en absoluto con el consentimiento de la gente que va a morir si resulta que los estrategas han errado. 


Desde la perspectiva de la evolución, la crisis a la que nos enfrentamos en la actualidad es, inevitablemente, la crisis del Estado como forma de organización política depredadora, nacida, alimentada y difundida por la fuerza. Por consiguiente, es muy probable que nuestra especie no sobreviva el siglo próximo, o ni siquiera la mitad de aquél, si no trascendemos las exigencias insaciables de soberanía y hegemonía que plantea el Estado. Y el único medio para llegar a ello muy bien pudiera consistir en trascender el propio Estado creando de manera consciente formas nuevas de mantener la ley y el orden a escala mundial y sumiendo la soberanía de los Estados existentes en una federación mundial cuyos miembros accediesen al desarme total.
 
¿Cuáles son las perspectivas de que la evolución cultural se desvíe de su trayectoria suicida? La paz mundial parece mucho más lejana que la guerra mundial, dada la fama de realistas astutos que se atribuye a los belicistas y de soñadores quijotescos que tienen los pacifistas. Puesto que me parece virtualmente imposible que nuestra especie pueda sobrevivir a otra guerra mundial, nuestra única esperanza reside en encontrar vías pacíficas para llevar a término esa tendencia hacia la unidad. Es fundamental que en la lucha por la conservación de la mente y la cultura en la Tierra lleguemos a comprender de forma más clara los límites que nos impone la naturaleza. Tenemos que librarnos de la idea de que somos una especie agresiva por naturaleza que no sabe evitar la guerra. 
Como demuestran los hechos, hemos de rechazar, por carecer de base científica, las pretensiones de que existen razas superiores e inferiores y de que las divisiones jerárquicas son consecuencia de una selección natural y no de un largo proceso de evolución cultural. 
Tenemos que reconocer hasta qué grado no podemos controlar todavía la selección cultural y tenemos que luchar por llegar a controlarla mediante el estudio de la condición humana.

Sólo la perspectiva de la comprensión mutua, aparte de la cultura propia de cada uno, nos permite concebir esperanzas de una reconciliación mundial y de poner fin a la amenaza de destrucción mutua."
 


El libro completo aquí:
http://www.bsolot.info/wp-content/uploads/2011/02/Harris_Marvin-Nuestra_especie.pdf

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