“Había un insistente sonido de gongs con mucho ritmo. Contentos de que no fueran nuestras cabezas las que estuvieran ahumándose allí, es su forma de vida. Yo era un invitado a su casa, no iba a criticar lo que estaban haciendo”. Dan Illerich
Dayak con cabezas. |
El 16 de noviembre de 1944, una avioneta estadounidense fue alcanzada por la artillería nipona cuando sobrevolaba la densa jungla de la isla de Borneo.
Borneo era la isla de los Dayaks y cientos de desconocidas tribus con fama sanguinaria que habían sabido defender muy bien su jungla. Ni la peor de las guerras había sido capaz de someter sus derechos sobre la selva que los vio nacer. Los japoneses los tenían aislados pero nunca sometidos.
“Volaban muy bajo y humeaban. Todo lo que podíamos oír era el ruido, y después vimos el humo y los paracaídas”
Ganang Laban, tribu Lun Dayeh.
Los soldados se dispersaron en la caída. Dos de ellos se mantuvieron juntos. El encuentro con los nativos cortacabezas tuvo lugar a la orilla del río, en un descanso de su particular paseo por la jungla.
“Estábamos sentados en una pendiente de arena y ambos pensamos que iba a ocurrir algo, lo presentíamos. Y ahí fue cuando nos encontraron los dayaks, eran reacios a dejarse ver. Estaban en la otra orilla del río y se mostraban muy cautelosos a la hora de acercarse a nosotros. Y entonces uno de los dayaks reunió el valor suficiente y cruzó el río hacia nosotros. Cuando subió a la orilla vió la funda de la pistola y de repente empezó a gritar USA USA! ” Dan Illerich.
Lo soldados se quedaron asombrados de que unos salvajes pudieran conocer su país. Y es que en los años treinta, unos misioneros protestantes norteamericanos habían tenido mucho éxito entre los Dayaks hasta que la invasión japonesa acabó decapitando a aquellos ‘protectores espirituales’.
Ya en el poblado, los nativos obsequiaron una de sus mejores cabañas a los soldados americanos. Un acogedor cubículo de piso formado por largos tablones de madera, paredes de bambú y techo cónico de hoja de palma. Construcción típica del pueblo Dayak. Poco días después los cinco soldados restantes fueron rescatados y conducidos por los dayaks.
Cuando los japoneses se dieron cuenta de que unos aviadores americanos habían caído en la jungla se organizaron para batir la zona. Los dayaks buscaron un refugio mejor en el interior de la selva para sus ‘invitados’, lejos de la evangelización (los nativos evangelizados eran incapaces de mentir a los japoneses) y el alcance nipón. Una patrulla japonesa se adentró con hostilidad en las aldeas dayak removiendo viejos odios y resentimientos mientras intentaba localizar a los soldados americanos.
“Pasaron la primera noche en una choza y la segunda los trasladamos río arriba, hacia un pequeño arroyo en una ruta por donde no pasaría nadie. Hubo un caos en la aldea. Los japoneses entraban y salían. Gente de otras aldeas venía a buscar a los estadounidenses. Yo les dije que se habían ido y que no sabíamos a donde.” Malai Ruguk, tribu Lun Dayeh.
Los dayaks mantenían un hondo resentimiento con los japoneses. Además de decapitar a sus misioneros, los japoneses habían confiscado comida y bienes, matado al ganado y lo peor de todo, maltratado a sus mujeres.
“Siempre molestaban a las chicas, las perseguían. Por eso estábamos tan enfadados con ellos. Hubo una reunión en la aldea en la que se decidió matar a los japoneses. Decían “si no los matamos, entonces nosotros seremos las víctimas. Nos ejecutaran a todos”
Fue entonces cuando los nativos decidieron acabar con los soldados nipones, rescatando sus viejos y sangrientos ritos y perpetrando una emboscada nocturna para alimentar el botín de sus cabezas cortadas. A partir de ese momento se declaró la guerra sucia entre ambas enemistades centenarias. Los Dayaks utilizaban a sus mujeres desnudas en el río como cebo para captar y llamar la atención de los japoneses para luego tumbarles con sus cerbatanas y romperles el cuello a cuchilladas. Todos los soldados japoneses que entraban en su zona eran asesinados y decapitados.
“Trajimos las cabezas y las distribuimos por todas las aldeas. Tras coger las cabezas las aldeas quedaron muy tranquilas”
La caza de cabezas era algo intrínseco a su cultura durante cientos de años, pero fue declarada ilegal por los misioneros y no la realizaban desde hacía una década.
“La gente que no se había convertido al cristianismo notaba un gran vacío en su religión. Era como oficiar una misa sin el pan y el vino. Tenían que prescindir del rito central. Carecían de la excitación, la emoción, el valor y la sangre que formaba parte de la caza de cabezas” Judith Heimann, autora del libro “The airmen and the headhunters”
“Había un insistente sonido de gongs con mucho ritmo. Contentos de que no fueran nuestras cabezas las que estuvieran ahumándose allí, es su forma de vida. Yo era un invitado a su casa, no iba a criticar lo que estaban haciendo”. Dan Illerich
“Los estadounidenses estaban muy contentos cuando matamos a los japoneses, porque entonces supieron que estaban a salvo” Malai Ruguk, tribu Lun Dayeh.
Mientras, al otro lado del mundo, se perpetraba un plan para rescatar a los ‘sufridos’ aviadores. El conocido y polémico antropólogo británico (además de ornitólogo, explorador, observador de masas, periodista, soldado, etnólogo, escritor, cineasta y guerrillero) Tom Harrisson, conocedor de la zona y especialista en la cultura Dayak, iba a ser lanzado en paracaídas para intentar el rescate de los soldados.
Cinco meses después de que la avioneta fuera derribada, Tom Harrisson y su equipo saltaron sobre un claro en la jungla cerca de donde se creía ejercían los dayaks y los kelabis. El plan era agasajar a las tribus locales con medicinas y regalos para ‘comprar’ su voluntad y ayuda para localizar a sus protegidos y rescatarlos.
Pero el antropólogo tenía además otros planes: reclutar a nativos como guerrilleros para acabar con los japoneses en la isla mediante la costumbre de caza de cabezas (ofreciendo cinco florines por cada cabeza) y la cerbatana como arma más eficaz en la selva.
“Los japos nunca pudieron hacer frente a las cerbatanas, y la mera sospecha de que había hombres con cerbatanas a su alrededor les inquietaba más que una docena de ametralladoras. No sé si estábamos infringiendo alguna regla de guerra, francamente no nos importaba” Tom Harrisson, antropólogo.
La descabellada idea para sacar a los soldados de la isla -ya muy débiles y enfermos- era construir una pista de aterrizaje en algún claro para que un pequeño avión Gloster los evacuara uno a uno hasta la costa; donde las tropas británicas ejercían ya su autoridad. El barro de la selva hacía imposible la maniobra de cualquier aparato y los ancianos de la tribu pensaron en construir una ‘alfombra’ de bambú. Dicho y hecho, la única pista de aterrizaje de bambú del mundo fue construida con la ayuda de 1.000 dayaks y coronada con las banderas aliadas y la simbólica cabeza de un japonés ajusticiado en lo alto de una bandera.
“Nos tiramos en paracaídas en su comunidad en 1944 y fueron lo bastante valientes como para aceptarnos, protegernos y evitar nuestra captura. Esos tipos sabían que corrían un gran riesgo cuando comenzaron las operaciones contra los japoneses. Para mi son heroes, sino yo no estaría hablando con usted” Dan Illerich.
Unos días más tarde, dos grandes hongos cayeron en Nagasaki e Hirosima, eclipsando la historia de la Isla de Borneo y demostrando que lo más salvaje no proviene únicamente de las selvas.
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