"Sustentados por sus súbditos, los jefes y sus familias se distanciaba cada vez más del pueblo llano. Se construían templos para sus jefes, crearon las alineaciones megalíticas de Stonehenge y Carnac, levantaron las grandes estatuas de la isla de Pascua..."
"La ropa de marca, los coches deportivos italianos, la alta tecnología, las frecuentes expediciones de compra, los fines de semana en la costa, los restaurantes caros... Si esto implica endeudarse con tarjetas de crédito, retrasar el matrimonio y vivir en apartamentos libres de niños... ¿cabe imaginar mejor prueba de lealtad hacia los superiores?"
De Marvin Harris. Libro "Nuestra especie":
La reciprocidad no era la única forma de intercambio de los pueblos igualitarios de tribus y aldeas. Hace tiempo que nuestra especie encontró otras formas de dar y recibir. Entre ellas, la forma de intercambio conocida como redistribución.
Se habla de redistribución cuando las gentes entregan alimentos y otros objetos de valor a una figura de prestigio como, por ejemplo, el cabecilla, para que sean juntados, divididos en porciones y vueltos a distribuir. Era cuando se disponía de más alimentos que de costumbre. Eran estas ocasiones para cantar, bailar y renovar ritualmente la identidad del grupo. Los cabecillas-redistribuidores no sólo trabajan más duro que sus seguidores, sino que también dan con mayor generosidad y reservan para sí mismos las raciones más modestas y menos deseables. Por consiguiente, en la redistribución todavía existía la igualdad política, como cuando había reciprocidad.
Pero esto tuvo otras consecuencias:
Si es buena cosa que un cabecilla ofrezca festines, ¿por qué no hacer que varios cabecillas organicen festines? O, mejor aún, ¿por qué no hacer que su éxito en los festines constituya la medida de su popularidad y legitimidad como cabecillas? De aquí surgió el gran hombre. Pero para ello, las campañas y proclamaciones públicas de la generosidad del redistribuidor se hacían necesarias.
Ya no existe la modestia de esos cabecillas que lo daban todo sin recibir nada, ni siquiera las gracias. Como decían los ¡kung: “Rechazamos al que alardea, pues algún día su orgullo le llevará a matar a alguien. Por esto siempre decimos que su carne no vale nada. De esta manera atemperamos su corazón y hacemos de él un hombre pacífico”.
Al contrario, en las sociedades regidas por el gran hombre, la jactancia fue llevada a su grado máximo, como por los kwakiutl, habitantes de la isla de Vancouver, durante los banquetes competitivos llamados potlatch donde estos hombres regalaban sus posesiones. Obsesionados con su propia importancia, decían cosas como éstas:
"Soy el gran jefe que avergüenza a la gente [...]. Llevo la envidia a sus miradas. Hago que las gentes se cubran las caras al ver lo que continuamente hago en este mundo. Una y otra vez invito a todas las tribus a fiestas de aceite [de pescado...], soy el único árbol grande [...]. Tribus, me debéis obediencia [...]. Tribus, regalando propiedades soy el primero. Tribus, soy vuestra águila. Traed a vuestro contador de la propiedad, tribus, para que trate en vano de contar las propiedades que entrega el gran hacedor de cobres, el jefe."
Y es que cuanto más concentrada y abundante era la cosecha y propiedades que obtenían, tanto más crecían las posibilidades de los grandes hombres de adquirir poder sobre el pueblo. En tiempos de escasez la gente acudía a ellos en busca de comida y ellos, a cambio, pedían a los individuos con aptitudes especiales que fabricaran ropa, vasijas, canoas o viviendas de calidad destinadas a su uso personal. Al final el redistribuidor ya no necesitaba trabajar en los campos para alcanzar y superar el rango de gran hombre.
La gestión de los excedentes de cosecha bastaban para legitimar su rango. El gran hombre se había convertido en jefe, y sus dominios ya no se limitaban a una sola aldea sino que formaban una gran comunidad política, la jefatura.
Pero los redistribuidores que se recompensan a sí mismos en primer lugar y en mayor medida siempre han precisado echar mano de ideologías y rituales para legitimar su apropiación de la riqueza social, y las de mayor influencia eran la reivindicación de la descendencia divina.
Ahora bien, no hay que esperar de los dioses y sus familiares inmediatos un aspecto y un comportamiento propios del común de los mortales. Ataviándose con vestiduras bordadas de los tejidos más delicados, turbantes cuajados de joyas, sombreros y coronas, sentándose en tronos de arte intrincado, alimentándose únicamente de manjares exquisitos servidos en vajillas de metales preciosos, residiendo en suntuosos palacios y en tumbas y pirámides igualmente suntuosas después de la muerte, los grandes y poderosos crearon un modo de vida destinado a atemorizar e intimidar tanto a sus súbditos como a cualquier posible rival. Hacer publicidad de fuerza ante los rivales compensa, de lo contrario se malgastan muchas energías para afirmar tal fuerza.
Sustentados por prestaciones voluntarias, los jefes y sus familias podían entonces embarcarse en un tren de vida que los distanciaba cada vez más de sus seguidores. A pesar de estos presagios, la gente prestaba voluntariamente su trabajo personal para proyectos comunales, a una escala sin precedentes. Cavaban fosos y levantaban terraplenes defensivos y grandes empalizadas de troncos alrededor de sus poblados. Construían templos y casas espaciosas para sus jefes. Trasladaban rocas de más de cincuenta toneladas y las colocaban en líneas precisas y círculos perfectos para formar recintos sagrados.
Fueron trabajadores voluntarios quienes crearon las alineaciones megalíticas de Stonehenge y Carnac, levantaron las grandes estatuas de la isla de Pascua, dieron forma a las inmensas cabezas pétreas de los olmecas en Veracruz, sembraron Polinesia de recintos rituales sobre grandes plataformas de piedra y llenaron los valles de Ohio, Tennessee y Mississippi de cientos de túmulos.
Demasiado tarde se dieron cuenta estos hombres de que sus jactanciosos jefes iban a quedarse con la carne y la grasa y no dejaron para sus seguidores más que huesos y tortas secas. Así surgieron los primeros Estados: cuando la población se hizo numerosa y estuvo limitada a una falta de tierras con recursos a las que poder huir cuando no estaba dispuesta a soportar impuestos, reclutamientos y órdenes, mientras los jefes disfrutaban de lujos.
Hasta nuestros días los objetos suntuarios y lujosos siguen conservando su importancia crucial en la construcción y el mantenimiento del rango social. Pero su mensaje ya no es el mismo, como veremos por los yuppies o pijos.
En los primeros Estados e imperios cualquier intento por parte de los comunes de emular a la clase dirigente sin el consentimiento de ésta se consideraba como amenaza subversiva. El mejor ejemplo es el cerrado sistema de castas de la India. Aunque siempre existían casos de emulación a las altas clases, como por ejemplo la costumbre de vendar los pies entre las mujeres chinas y de encorsetarse entre las americanas, prácticas que incapacitaban de forma conspicua a las mujeres para el trabajo y, por consiguiente, las convertían en candidatas a miembros de la clase privilegiada. O el uso del burka, vestimenta utilizada por la clase alta, que de este modo se "aislaba" del pueblo llano a las mujeres del emir, evitando así su mirada.
Pero en el capitalismo, las altas esferas no están reservadas a aquellos que insisten en ser los únicos con derecho a posesiones raras y exóticas. El poder y la riqueza proceden del comercio en mercados abiertos y todo se puede comprar. No sólo no hay ninguna ley que impida que una persona normal adquiera un RollsRoyce, fincas en el campo, caballos de carreras, yates, gemas y metales preciosos de toda clase y raros perfumes, las obras de grandes artistas y artesanos y lo último en alta costura y cocina, sino que la riqueza y el poder de la gente que se encuentra en la cima aumentan en proporción con el volumen de tales compras.
Y esto me lleva a la situación de los yuppies, acaso los consumidores de objetos suntuarios más voraces y depredadores que el mundo haya visto jamás. La mala fama de los yuppies se debe a una implacable condición del éxito, impuesta desde arriba por una sociedad en la que la riqueza y el poder dependen del consumismo masivo. Sólo los que pueden dar prueba de su lealtad al ethos consumista encuentran admisión en los círculos más selectos de la sociedad de consumo. Para el joven que asciende en la escala social (o que no quiere bajar en la escala social), el consumo es no tanto el premio como el precio del éxito.
La ropa de marca, los coches deportivos italianos, la alta tecnología, las frecuentes expediciones de compra, los fines de semana en la costa, los restaurantes caros: sin todo ello resulta imposible entrar en contacto con las personas que hay que conocer, imposible encontrar el empleo idóneo. Si esto implica endeudarse con tarjetas de crédito, retrasar el matrimonio y vivir en apartamentos libres de niños...
¿cabe imaginar mejor prueba de lealtad hacia los superiores?
Si quieres saber más sobre las sociedades igualitarias de los cabecillas: http://unaantropologaenlaluna.blogspot.com/2011/12/las-sociedades-igualitarias-los-hombres.html
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