"Naturalmente que tenemos cabecillas. De hecho, somos todos cabecillas... cada uno es su propio cabecilla."
"Rechazamos al que alardea, pues algún día su orgullo le llevará a matar a alguien. Por esto siempre decimos que su carne no vale nada. De esta manera atemperamos su corazón y hacemos de él un hombre pacífico.”
!Kung.
¿Puede existir la humanidad sin gobernantes ni gobernados? Los fundadores de la ciencia política creían que no. «Creo que existe una inclinación general en todo el género humano, un perpetuo y desazonador deseo de poder por el poder, que sólo cesa con la muerte», declaró el filósofo político Thomas Hobbes. Éste creía que, debido a este innato anhelo de poder, la vida anterior (o posterior) al Estado constituía una «guerra de todos contra todos», «solitaria, pobre, sórdida, bestial y breve». ¿Tenía razón Hobbes? ¿Anida en el hombre una insaciable sed de poder que, a falta de un jefe fuerte, conduce inevitablemente a una guerra de todos contra todos? A juzgar por los ejemplos de bandas y aldeas que sobreviven en nuestros días, durante la mayor parte de la prehistoria nuestra especie se manejó bastante bien sin jefe supremo.
El antropólogo Richard Lee, para complacer a los !kung, decidió comprar un buey de gran tamaño y sacrificarlo como presente. Después de pasar varios días buscando por las aldeas rurales bantúes el buey más grande y hermoso de la región, adquirió uno que le parecía un especímen perfecto. Pero sus amigos le llevaron aparte y le aseguraron que se había dejado engañar al comprar un animal sin valor alguno.
«Por supuesto que vamos a comerlo», le dijeron, «pero no nos va a saciar; comeremos y regresaremos a nuestras casas con rugir de tripas».
Pero cuando sacrificaron la res de Lee, resultó estar recubierta de una gruesa capa de grasa. Más tarde sus amigos le explicaron la razón por la cual habían manifestado menosprecio por su regalo, aun cuando sabían mejor que él lo que había bajo el pellejo del animal:
“Sí, cuando un hombre joven sacrifica mucha carne llega a creerse un gran jefe o gran hombre, y se imagina al resto de nosotros como servidores o inferiores suyos. No podemos aceptar ésto, rechazamos al que alardea, pues algún día su orgullo le llevará a matar a alguien. Por esto siempre decimos que su carne no vale nada. De esta manera atemperamos su corazón y hacemos de él un hombre pacífico.”
La reciprocidad es la banca de las sociedades pequeñas, aldeas de entre 50 a 150 personas. Dado que el azar intervenía de forma tan importante en la captura de animales, en la recolecta de alimentos silvestres y en el éxito de las rudimentarias formas de agricultura, los individuos que estaban de suerte un día, al día siguiente necesitaban pedir.
«Cuanto mayor sea el índice de riesgo, tanto más se comparte.»
Por eso, en el intercambio recíproco no se especifica cuánto o qué exactamente se espera recibir a cambio ni cuándo se espera conseguirlo. Este intercambio sigue haciéndose en otras sociedades, incluso las capitalistas, pues entre parientes cercanos y amigos es habitual dar y tomar: los jóvenes no pagan con dinero por sus comidas en casa ni por el uso del coche familiar, las mujeres no pasan factura a sus maridos por cocinar, y los amigos se intercambian regalos de cumpleaños y Navidad. No obstante, hay en ello un lado sombrío, la expectativa de que nuestra generosidad sea reconocida con muestras de agradecimiento. Allí donde la reciprocidad prevalece realmente en la vida cotidiana, nadie da jamás las gracias por la carne recibida de otro cazador. Expresar agradecimiento por la ración recibida indica que se es el tipo de persona mezquina que calcula lo que da y lo que recibe.
«En este contexto resulta ofensivo dar las gracias, pues se da a entender que se ha calculado el valor de lo recibido y, por añadidura, que no se esperaba del donante tanta generosidad.»
Llamar la atención sobre la generosidad propia equivale a indicar que otros están en deuda contigo y que esperas resarcimiento. A los pueblos igualitarios les repugna sugerir siquiera que han sido tratados con generosidad.
Lee observó que lo compartían todo por un igual, incluso con los compañeros que se habían quedado en el campamento o habían pasado el día durmiendo o reparando sus armas y herramientas. No sólo juntan las familias la producción del día, sino que todo el campamento, tanto residentes como visitantes, participan a partes iguales del total de comida disponible. La cena de todas las familias se compone de porciones de comida de cada una de las otras familias residentes. Los alimentos se distribuyen crudos o son preparados por los recolectores y repartidos después. Hay un trasiego constante de nueces, bayas, raíces y melones de un hogar a otro hasta que cada habitante ha recibido una porción equitativa. Al día siguiente son otros los que salen en busca de comida, y cuando regresan al campamento al final de día, se repite la distribución de alimentos.
En estas sociedades pequeñas y preestatales redundaba en interés de todos mantener abierto a todo el mundo el acceso al hábitat natural. Supongamos que un !kung con un ansia de poder como se levantara un buen día y le dijera al campamento: «A partir de ahora, todas estas tierras y todo lo que hay en ellas es mío. Os dejaré usarlo, pero sólo con mi permiso y a condición de que yo reciba lo más selecto de todo lo que capturéis, recolectéis o cultivéis.» Sus compañeros, pensando que seguramente se habría vuelto loco, recogerían sus escasas pertenencias, se pondrían en camino y, cuarenta o cincuenta kilómetros más allá, erigirían un nuevo campamento para reanudar su vida habitual de reciprocidad igualitaria, dejando al hombre que quería ser rey ejercer su inútil soberanía a solas. Cuando prevalecían el intercambio recíproco y los cabecillas igualitarios, ningún individuo podía controlar el acceso a los ríos, lagos, playas, mares, plantas y animales, o al suelo y subsuelo.
No sólo existía la ausencia de posesiones particulares en forma de tierras, sino también de otros recursos básicos. Cada uno posee efectos personales tales como armas, ropa, vasijas, adornos y herramientas, pero nadie tenía especial interés en apropiarse de estos objetos. Los pueblos que viven en campamentos al aire libre y se trasladan con frecuencia no necesitan posesiones adicionales. Además, al ser pocos y conocerse todo el mundo, los objetos robados no se pueden utilizar de manera anónima. Si se quiere algo, resulta preferible pedirlo abiertamente puesto que, en razón de las normas de reciprocidad, tales peticiones no se pueden denegar.
Como en cualquier grupo social, era inevitable que hubiera individuos aprovechados que sistemáticamente tomaban más de lo que daban y que permanecían echados en sus hamacas mientras los demás realizaban el trabajo. A pesar de no existir un sistema penal, a la larga este tipo de comportamiento acababa siendo castigado. El cometido de identificar a estos malhechores recaía en un grupo de chamanes que en sus trances adivinatorios se hacían eco de la opinión pública. Los individuos que gozaban de la estima y del apoyo firme de sus familiares no debían temer las acusaciones del chamán, pero los individuos pendencieros y tacaños, o los agresivos e insolentes, habían de andar con cuidado…
Si en las simples sociedades del nivel de las bandas y las aldeas existe algún tipo de liderazgo político, éste es ejercido por individuos llamados cabecillas que carecen de poder para obligar a otros a obedecer sus órdenes. Pero, ¿puede un líder carecer de poder y aun así dirigir?
Cuando un cabecilla da una orden, no dispone de medios físicos certeros para castigar a aquellos que le desobedecen. Por consiguiente, si quiere mantener su puesto, dará pocas órdenes: sólo pueden usar su fuerza de persuasión. Estos hombres toman la palabra con mayor frecuencia que los demás y se les escucha con algo más de deferencia, pero no poseen ninguna autoridad explícita. Cuando Lee preguntó a los !kung si tenían «cabecillas» en el sentido de jefes poderosos, le respondieron: «Naturalmente que tenemos cabecillas. De hecho, somos todos cabecillas... cada uno es su propio cabecilla.»
El cabecilla mantiene la paz mediante la conciliación antes que recurrir a la coerción. Tiene que ser persona respetada, de lo contrario, la gente se aparta de él o va dejando de prestarle atención. Al anochecer reúne a la gente en el centro de la aldea y les exhorta a ser buenos. Y siempre evitará formular acusaciones contra individuos en concreto. La mayoría de las veces un buen cabecilla evalúa el sentimiento generalizado sobre un asunto y basa en ello sus decisiones, de manera que es más portavoz que formador de la opinión pública.
Pero ser cabecilla puede resultar una responsabilidad frustrante y tediosa: es el primero en levantarse por la mañana para intentar despabilar a sus compañeros. Da ejemplo no sólo de trabajador infatigable, sino también de generosidad. A la vuelta de una expedición de pesca o de caza, cede una mayor porción de la captura que cualquier otro, y cuando comercia con otros grupos, pone gran cuidado en no quedarse con lo mejor.
Así pues, no se hable más de la necesidad innata que siente nuestra especie de formar grupos jerárquicos. Ni de que anida en el hombre una insaciable sed de poder que, a falta de un jefe fuerte, conduce inevitablemente a una guerra de todos contra todos. Que un día el mundo iba a verse dividido en aristócratas y plebeyos, amos y esclavos, millonarios y mendigos, le habría parecido algo totalmente contrario a la naturaleza humana a juzgar por el estado de cosas imperantes en las sociedades humanas que por aquel entonces poblaban la Tierra.
-Esperad, tú eres el jefe, dile que venga a vernos.
- Si le digo a un hombre que haga lo que no quiere hacer, ya no soy el jefe.
Si quieres saber más sobre lo que hubo después de los cabecillas y las sociedades igualitarias (cabecillas, grandes hombres, jefes, estados y pijos): http://unaantropologaenlaluna.blogspot.com/2012/01/cabecillas-grandes-hombres-jefes.html
Fuentes:
"Nuestra especie" Marvin Harris.
The !Kung San: Men, Women and Work in a Foraging Society. Richard Lee.
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