Thursday, December 8, 2011

El atraso de África: Ya nada me asombra.


"Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: "Cierren los ojos y recen". Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia". Desmond Tutu

“Cuando un pueblo empieza a creer que el color de la piel o la forma de la nariz garantizan su futura preeminencia, está generalmente contribuyendo a cavar su propia tumba.”





Libro “Nuestra especie” de Marvin Harris (Cap. El atraso de Africa):

Hace un siglo, los biólogos y los antropólogos creían que las razas de nuestro género no tenían las mismas ap­titudes para alcanzar la civilización industrial. Los blancos de Europa y América habían conseguido dominar política y económicamente a casi toda la es­pecie humana. ¿No era acaso prueba suficiente de la superioridad racial de los blancos el atraso industrial de los pueblos asiáticos, africanos y americanos? Tho­mas Huxley (acérrimo defensor de Darwin), uno de los científicos más doctos de su época, dijo:

"Ningún ser racional conocedor de los hechos cree que el negro medio sea igual y menos aún superior al blanco medio. Y, si esto es cierto, resulta sencillamente increíble que, cuando desaparezcan sus desventajas [sociales] y pueda desenvolverse en condiciones de igual­dad, sin ventaja pero sin opresor, nuestro pariente prognático sepa lu­char con éxito contra su rival de mayor cerebro y mandíbula más pe­queña, en una confrontación que ha de hacerse a golpe de pensamiento y no a mordiscos."


Deseosos de justificar su hegemonía imperial, los europeos y los estadounidenses no se daban cuenta de la falsedad de este argumento. Olvidaban convenientemente los gran­des vuelcos de la historia, como la destrucción de Roma por tribus germánicas «atrasadas» y el fin de 2.000 años de dominación im­perial en China a manos de los marineros narigudos, peludos y rubicundos, que vivían al otro lado del mundo en reinos pequeños y atrasados.

Alfred Kroeber, antropólogo, resumía la ironía del de­rrumbamiento de Roma a manos de razas bárbaras menosprecia­das con estas palabras:

"De haber preguntado a Julio César o a uno de sus contemporáneos, si, haciendo un fabuloso esfuerzo mental, podía imaginar que los bri­tones y los germanos fuesen intrínsecamente iguales a los romanos y griegos, habría respondido probablemente que si aquellos norteños dis­pusiesen de la capacidad de los mediterráneos, haría tiempo que la habrían utilizado, en lugar de seguir viviendo desorganizados, pobres, ignorantes, toscos y sin grandes hombres ni productos del espíritu."

En cuanto al orgullo racial chino, nada mejor para glosarlo que el rechazo del emperador Ch'ien-Lung, en 1791, a la solicitud de establecer relaciones comerciales presentada por una delegación de «bárbaros de cara colorada». Inglaterra, dijo el emperador, no tiene nada que China pueda necesitar. «Como su embajador puede ver con sus propios ojos, tenemos de todo.» Había gran verdad en la observación de Ch'ien-Lung. A finales del siglo XVIII, la tecnología china estaba tan avanzada como la inglesa. Los chinos sobresalían en la fabricación de porcelana, seda y bronce. Habían inventado la pólvora negra, el primer computador (el ábaco), la compuerta de canal, el puente colgante, el timón de popa, el cometa capaz de elevar a un hombre y el escape, precursor fundamental de la mecánica europea. El imperio de Ch'ien-Lung se ex­tendía desde el círculo ártico hasta el océano Indico, penetrando cerca de 5.000 kilómetros en el interior. Contaba con 300 millones de habitantes, controlados por una única burocracia centralizada. Fue el mayor y más poderoso imperio de todos los tiempos. Sin embargo, menos de cincuenta años después del arrogante veredicto de Ch'ien-Lung, el poder imperial chino fue destruido, sus ejércitos humillados por un puñado de soldados europeos, sus puertos con­trolados por comerciantes ingleses, franceses, alemanes y estadou­nidenses, y sus masas campesinas diezmadas por el hambre y la peste.

La carga del racismo resulta más pesada para quienes sufren el desprecio de sus supuestos superiores. Pero el precio lo pagan tanto los vejadores como los vejados. Cuando un pueblo empieza a creer que el color de la piel o la forma de la nariz garantizan su futura preeminencia, está generalmente contribuyendo a cavar su propia tumba. En la dé­cada de 1930, los estadounidenses consideraban que los japoneses fabricaban juguetes baratos, abanicos de papel y relojes cuyos re­sortes se rompían al darles cuerda por primera vez. Los ingenieros estadounidenses afirmaban con soberbia que, por mucho que se esforzasen los japoneses, nunca podrían alcanzar a las superpoten­cias y especialmente a los Estados Unidos. Carecían de esa cualidad innata, especial, que los estadounidenses denominan «ingenio yan­qui». ¡Con qué seriedad afirmaba la industria estadounidense que el Japón sólo podía fabricar imitaciones! Nadie que estuviese en su sano juicio podía imaginar que en cincuenta años las importaciones de automóviles japoneses pondrían de rodi­llas a Detroit y que los microscopios, cámaras, relojes digitales, calculadoras, aparatos de televisión y de vídeo, y docenas de otros productos de consumo fabricados en el Japón dominarían el mer­cado de los Estados Unidos.

En el siglo XVI, Indonesia y Japón compartían muchas ca­racterísticas. Indonesia se convirtió en colonia de Holanda, en tanto que Japón cerró sus puertas a los comerciantes y misioneros europeos, aceptando de Occidente sólo las importaciones de libros, especialmente libros técnicos que ex­plicaban cómo fabricar municiones, construir ferrocarriles y pro­ducir sustancias químicas. Después de 300 años de estrecho contac­to con sus señores europeos, Indonesia entró en el siglo XX subde­sarrollada, superpoblada y empobrecida, mientras que los japone­ses estaban listos para ocupar el lugar que les correspondía como potencia industrial más avanzada del Extremo Oriente.

Impertérritos ante estos vuelcos, muchos creen que el Africa ne­gra constituye una excepción, condenada por su herencia genética al atraso perpetuo. Irónicamente, los japoneses piensan de modo parecido (en cierta ocasión, el primer ministro japonés atribuyó públicamente la decadencia de los Estados Unidos a la presencia de demasiados individuos de linaje africano).

En el año 500 de nuestra era, los reinos feudales de Africa occidental (Ghana, Mali, Sanghay) se parecían mucho a los europeos, con la única diferencia de que el Sahara aislaba a los africanos de la herencia tecnológica que Roma había legado a Europa. Poste­riormente, el gran desierto impidió que se extendiesen hacia el sur las influencias árabes, que tan gran papel desempeñaron en la re­vitalización de la ciencia y el comercio europeo. Mientras que los ribereños de la cuenca mediterránea se convertían en potencias marítimas, sus iguales de piel oscura que habitaban al sur del Sahara tenían como principal preocupación cruzar el desierto. Por eso, cuando en el siglo xv los primeros barcos portugueses arribaron a las costas de Guinea, pudieron ha­cerse con el control de los puertos y marcar el destino de Africa durante los 500 años siguientes. Después de agotar las minas de oro, los africanos se pusieron a cazar esclavos para intercambiarlos por ropa y armas de fuego europeas. Esto ocasionó un incremento de la guerra y las rebeliones, así como la quiebra de los estados feudales autóctonos, y regiones enormes se convirtieron en tierra de nadie cuyo producto principal era la cosecha humana que se exportaba a las plantaciones de azúcar, algodón y tabaco del otro lado del Atlántico.

Cuando terminó el comercio de esclavos, los europeos obligaron a los africanos a trabajar para ellos en los campos y en las minas. Entretanto, las autoridades coloniales hicieron todos los esfuerzos posibles para mantener a Africa subyugada y atrasada, fomentando las guerras tribales, limitando la educación de los africanos al nivel más rudimentario posible y, sobre todo, evitando que las colonias desarrollasen una infraestructura industrial que podía haberles per­mitido competir en el mercado mundial una vez que consiguiesen la independencia política.

Con una historia semejante, habrá que considerar a los africanos no una raza inferior sino superhombres si por su cuenta consiguen crear una única sociedad industrial avan­zada antes de mediados del próximo siglo.




Se han repartido el mundo
Ya nada me asombra.

Si tu me dejas Chechenia,
Yo te dejo Armenia.
Si tú me dejas Afganistán
Yo te dejo Pakistán.
Si no abandonas Haití,
Yo te embarco hacia Bangui.
Si me ayudas a bombardear Irak,
Yo te arreglo lo de Kurdistán.

Si tú me dejas uranio,
Yo te dejo el aluminio.
Si tú me entregas tus yacimientos,
Yo te ayudo a perseguir a los Talibanes.
Si tú me das mucho trigo,
Yo hago la guerra a tu lado.
Si tú me dejas extraer tu oro,
Yo te ayudo a echar al general.

Se han repartido África sin consultarlo.
Se sorprenden de que estemos desunidos.
Una parte del imperio Mandiga,
Se encuentra donde los Wolof.
Una parte del imperio Mossi,
Se encuentra en Gana.
Una parte del imperio Sousso,
Se encuentra en el imperio Mandiga,
Una parte del imperio Mandiga
Se encuentra donde los Mossi.

Se han repartido África, sin consultarnos,
Sin preguntarnos,
sin advertirnos.

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